domingo, 9 de octubre de 2011

La importancia de un botón

Ángel Chávez Mancilla

Las mañanas se teñían de luz en ese infinito desierto de calles grises, en donde la mejor luna se veía más tenue que las peores lámparas de un barrio tercermundista. La madres visten a sus hijos -a los pequeños claro- colocándoles prenda tras prenda mientras meten, amarran y abotonan ropajes.

Casi todo niño odia tener que atarse los cordones de los zapatos y tener que usar esas pequeñas camisas con múltiples botones. Cuando uno es niño el cuidado otorgado al uso correcto de la ropa es de lo más burdo, así que, un sin número de veces, los botones no se acoplaban satisfactoriamente a los ojales del otro extremo de la camisa, provocando un cuello más alto y otro más bajo. ¿Quién de niño quiere parecer una persona formal?

Conforme pasa el tiempo, uno entiende que abotonarse las prendas era de importancia vital. En los estudios a nivel básico, no falta el rufián que te baja los pantalones, y aprendes que el mejor modo de evitarlo es abrochando el botón del pantalón como Dios manda, y si se puede, sumarle una seguridad mayor: un cinturón. Y es que abotonarse las prendas automáticamente requiere de una preparación minuciosa, casi como la del cadete que limpia su arma. No conozco alguien que ocupe un cargo público de relevante importancia sin aprender antes a abotonarse y desabotonarse las ropas; es tan básico como usar calzoncillos a diario.

Conforme pasa el tiempo, uno comprende que el abotonarse las prendas de un modo automático, no sólo era de rutina. Cuando la adolescencia se deja sentir en las hormonas y la juventud nos quiere tener desnudos como ninfas del bosque brincando por valles y laderas, es cuando entra uno en la prueba de saber desabotonarse las ropas y hacerlo con las ajenas. Haciéndose necesaria la destreza de los dedos se entra en una competencia contra objetos cotidianos (botones), por aquello tan codiciado.

Ejemplo de lo anterior es que un joven que a diario usaba estos instrumentos, una tarde después de un día lluvioso en que su pareja lo acompañó a casa, después de los besos y caricias, procedió a liberarse de las opresoras ropas que no dejan expresar a los instintos que satisfacen los placeres de la carne. Cuando entre ropas mojadas él comenzó a retirar las prendas de su compañera de concupiscencia, se encontró con una camisa de seis botones, otra de tres y dos pantalones con un botón cada uno. ¿Quién diría que aquel hábito aprendido desde la infancia sería usado en un momento como éste?

Con la apresurada excitación que la pasión juvenil posee, de una camisa, la de tres botones abotonaron dos, de la de seis tres y al llegar a los pantalones, pesados por el agua absorbida de la lluvia adquirió botones más complicados en los que se ejercían mayor presión debido a la fricción del agua con la mezclilla. Intentó una vez y una vez más, comenzó a sentir torpeza, y estorbo del cinturón, cuántas veces había desabotonado sus pantalones y ahora que la situación lo requería sus dedos parecían torpes en pantalón ajeno. Pronto, las manos de su compañera reemplazaron las manos del joven, desabotonando el pantalón de ella y luego el de él, para no dejar pasar hormona alguna sin aprovechar. Aquí se puede sobre entender la importancia que posee un botón en situaciones como ésta, en la que se está a un botón de la satisfacción sexual.

En estos días en que la sociedad ha perdido la formalidad en la cotidianeidad, suele quedar siempre un botón de adorno en las camisas de quienes no se presentan ante un riguroso y meticuloso análisis formal, y es ése, el botón de hasta arriba el que hace cerrar el cuello de la camisa. Uno aprende la importancia de éste cuando el mundo laboral nos pide hacerle frente.

Habría que ver al mismo joven de las hormonas en maduración, presentándose ante una entrevista de trabajo, sofocado por ese último botón de la parte superior de la camisa, todo con tal de poder sujetar una corbata al cuello. Una sofocación a la que uno se acostumbra, como al sabor de la cerveza barata durante la juventud caracterizada por la ebriedad. Bien, se entra a la presentación, se extiende la mano sudorosa y temblorosa para agitar a otra que es la antítesis de la anterior, el intercambio de las primeras palabras, sentarse, cruzar la pierna, hablar de la experiencia laboral, presentar currículum, aguantar la falta de aire por la sofocante corbata y, sobre todo, al botón que intensifica esa tortura, aunque cabe decir que ayuda a mantener siempre la cabeza erguida, reflejando un carácter positivo y emprendedor. Es algo extraño sentir ese cuello tan cerrado, que el sujeto finge la pose de su cabeza asimilando un busto romano. Definitivamente es pura petulancia mañanera, pues en realidad siente el cuello apresado por unas manos delgadas y largas como si Paganini intentara asfixiarlo por uno de sus tantos delirios con el diablo.

La formalidad sirve después de todo: verse presentable sigue siendo lo imprescindible. Es que uno no comprende que los trabajos son de más eficacia si se tiene una corbata y un botón asfixiándole las anginas si todavía se conservan. Estas cosas se logran asimilar hasta que se es grande: que Marx escribía todo el día con la corbata puesta, pues ¡gracias corbata! Qué mal hubiese salido El Capital si no se hubiese abrochado el botón de hasta arriba, y que Tesla hacía todos sus experimentos con esmoquin, abrochando cada botón con la meticulosidad que imprimía a su trabajo de físico, todo con tal de ser un genio reconocido como no lo fue y morir en la riqueza como no murió.

La vida humana tiene aventuras tan variadas como las novelas de Julio Verne -o tal vez al revés- pero lo que sí es seguro es la vez en que siguiendo con el mismo ejemplo al mismo hombre, observémosle haciendo uso de los placeres dejando su hormona fluir como en la juventud, se vio en un encuentro furtivo, con una amante, es aquí donde uno recuerda las clases de botones impartidas en las universidades de la vida, en los salones del deseo y los primeros años de arreglarse la ropa.

Y es que tener una historia con una amante es como un cuento, donde cada parte es tan intensa que basta para ser una obra de arte. Cada palabra tiene contenido vital, la tensión permanente en el desarrollo y el final, hay un estado del que uno no puede bajar, y cada parte, objeto, gesto y palabra mencionada en un cuento es tan substancial, que en el cuento de nuestro personaje experimental, se mencionaría un botón, mejor dicho un par de botones desabrochados que hicieron la diferencia.

Una mujer puede soportar olor a otro perfume, y tal vez un poco de bilé en la ropa. La mente segura y bien intencionada siempre piensa que una amiga pudo haberlo colocado, pero no soporta un par de botones de la camisa desabrochados y menos si con estos el del pantalón no está en el hueco que hace la ropa cuando está en su sitio. Ver algo así indica que es una muy buena amiga ayudando al marido, o que no era ninguna amiga y quien estaba abotonando algo era el marido.

Las historias de relaciones largas son más como las novelas: puede haber extensas descripciones y narrar todo con delicadeza dando belleza al discurso, sin tener que crear una tensión continua y llevarla a un punto máximo tan rápido para presentar una historia en breves líneas. Las relaciones largas son novelas en las que el personaje principal es descrito al desabrocharse los botones y al abrochárselos, como cualquier otra acción cotidiana; por eso un botón desabrochado solo puede ser tema de un cuento, sólo en éste encontraría su importancia, donde todo lo hecho, dicho y descrito es de importancia magna. Si en la novela se puede describir hasta el color y forma del botón, no es tan importante como mencionar un botón en un cuento, pues en éste podría ser que el personaje se ahogara con él, pues por algo se mencionó.

Más en la vejez, el abrochar y desabrochar botones es una cuestión de expertos, un botón marca la diferencia entre llegar a liberar cosas innecesarias del cuerpo o ser diagnosticado con insuficiencia renal. Cuando un par de botones son el límite entre la flacidez desparramada del cuerpo y un viejecito adorable vestido formalmente que sonríe, cada centímetro de piel oculta, es agradecido por el transeúnte usual -nunca la estética se vio tan apoyada en los botones que hacen que la ropa cubra el cuerpo.

Por fin, tanta práctica de abotonar y desabotonar, quitar y poner ropa ajena y propia, de nada ayuda, la última ropa que se porta ante todos es abotonada por la gente de los funerales o por familiares algo lejanos, que soportan la pena que la pareja no. Y aquí termina el viaje de los botones y el del hombre, uno es enterrado usando una camisa de múltiples botones y el último, el más alto, está abrochado por fin, uno no reclama, no por la costumbre que habituó al cuerpo, sino porque lo menos importante es tener hasta el último botón bien abotonado.

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